jueves , marzo 28 2024

Un Smithsonian para Domingo Miliani

Me tropiezo con una vieja Moleskine rota ya por el abuso y el tiempo. La primera página de la libreta me transporta a un viaje y a la intención nunca concretada de hacer un texto que también fuera un pequeño homenaje particular a mi tío Domingo Miliani, crítico literario, profesor, escritor, embajador, agricultor en Boconó y, entre otras cosas, uno de los mejores contadores de cuentos que jamás conocí.

Fue en un viaje a Washington algunos años después de su muerte tras el cual me hubiera gustado comentarle que, al fin, había conocido ese fabuloso complejo de museos que es el Smithsonian.

Seguramente él no iba a recordar que la primera referencia que tuve de esa maravilla me la dio él en uno de sus sabrosos relatos, cuando estaba tan emocionado por su reciente nombramiento como director del Museo de Ciencias hace un montón de años atrás. Ahí, en la edificación de la caraqueña Plaza Morelos, aquel hombre de letras soñaba con traer parte de la tecnología y la museografía que había visto en el Smithsonian. Y alguito de eso pudo hacer.

En el Museo de Ciencias Naturales del complejo gringo, lo primero que ves —espero que siga allí- es un enorme elefante africano disecado que te hace dudar: ¿Voy a la izquierda al salón de los mamíferos o a la derecha a empalagarme de fósiles? En estos casos, conviene empezar por el principio.

Aunque hay exhibiciones de pequeñas formas de vida de cientos de millones de años atrás, las estrellas aquí son los grandes dinosaurios. Es imposible no sucumbir a la impresión del entrañable Triceratops —un bicho acorazado dotado de tres peligrosos cuernos- en posición de combate haciendo frente a un fiero Tiranosaurio Rex, que le aventaja en dentadura y hambre.

Aquí es todo flashes. Cámaras apuntando a un lado y a otro, gente posando ante el T Rex; niños gritando emocionados, adultos queriendo ser niños ante cosas como los huesos de un Stegosaurio de 150 millones de años o ante una curiosidad para mexicanos: el Quetzalcoatlus northropi, una magnífica criatura voladora del Cretáceo Tardío que debe haber inspirado las leyendas de dragones con sus 12 metros de diámetro.

La visita aturde. La cantidad de información es avasallante y el recuerdo del tigre dientes de sable de Plaza Morelos palidece ante la magnitud de esta muestra colosal que te deja pasmado, más allá, frente a la estampa formidable de un búfalo en la sala de los mamíferos contemporáneos.

El Museo del Aire y del Espacio es la otra cara de la moneda: si aquella es la obra de la naturaleza, aquí está parte de la carrera humana por conquistar los cielos y el espacio exterior. Apenas al entrar te sacude la presencia del Spirit of St Louis suspendido sobre tu cabeza: el avión de Lindbergh. Y abajo, a nivel de tus ojos asombrados, el módulo de comando del Apollo 11 que llegó a la luna en 1969. Y por ahí mismo, la cabina del Breitling Orbiter 3, el globo en el que el suizo Bertrand Piccard y el inglés Brian Jones dieron la vuelta al mundo sin escalas, una historia que escuché directamente de Piccard en un viaje a Suiza.

Tuve la fortuna, además, de que hubiera una encantadora exposición llamada Tesoros de la Historia Americana: un sombrero de Lincoln, disfraces del Mago de Oz, la primera cámara Kodak, el R2D2 de El retorno del Jedi, los timbales de Tito Puente y una aporreada trompeta de Louis Armstrong, cuyo sonido habría resultado perfecto para acompañar el relato de este viaje que me quedé con las ganas de contarle a Domingo, allá en su casa en las montañas de Boconó.

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