viernes , abril 19 2024

Se llamaba Coby

Muchos años han pasado desde que murió, pero no puedo olvidarla. Era una de esas mujeres que había vivido en carne propia los horrores de la guerra. Esa experiencia le había enseñado a cultivar una amistad verdadera y a disfrutar cada minuto con sabiduría. Además, su capacidad de entrega no conocía límites. Yo regresaba todos los días a mi casa muy cansada, tanto de mi jornada laboral como de mi rutinaria hora y media de viaje en carro, pero mi vecina siempre me esperaba asomada en su balcón para invitarme a compartir un rato relajante, tomando un Dry Sac y “comunicándonos”. Y es que ella no hablaba español ni yo inglés. Nos entendíamos con el idioma de la amistad.

Hoy recuerdo esa canción que habla de tener un millón de amigos y no puedo imaginarme semejante fantasía. También me vienen a la memoria aquellos dibujitos de dos niños desnudos, ella y él, cuyos mensajes siempre comenzaban con la frase “Amor es…”, enseñándonos diversas facetas de las relaciones humanas. Yo recortaba y coleccionaba esos pequeños recuadros que se publicaban diariamente en un periódico local. Entre las frases inolvidables estaba una que me quedó grabada: “Amor es no tener que pedir perdón”. Era el lenguaje de la amistad, ese sentimiento profundo que, no sólo permanece en el tiempo, sino que crece con la distancia y se arraiga en los momentos difíciles.

Nunca supo ella la huella que dejaron en mi vida sus relatos, trozos de historia viva contadas por un testigo presencial. Tampoco supo cuánta gratitud sentí eternamente por sus innumerables atenciones que iban más allá de una simple cortesía. Ella tenía el don de saber cómo hacer felices a los demás y se ganó, no solamente mi afecto, sino el de toda mi familia, quien la halagó incorporándola como un miembro más.

Cuando se enfermó, quise correr a su lado para atenderla y devolverle minuto a minuto todo el afecto que ella se había ganado, pero no pude. Viví en la distancia su deterioro progresivo e hice uso de los avances de la tecnología del momento para estar con ella, pero sólo podía enviar mensajes con su hijo. Nunca pude volver a oír su voz ni ella la mía. ¡Qué diferente habría sido hoy con el uso de los teléfonos inteligentes!

Hoy la recuerdo más viva que antes. Su risa serena y don de gentes me inspiran con renovada energía para vivir intensamente el presente con la misma sabiduría de quien pudo apreciar la vida en todo su esplendor y reponerse exitosamente de las heridas de guerra. Pero la lección más importante que recibí de ella fue la del valor de la verdadera amistad. Pensando en ella rindo homenaje a todas las amigas que han sabido ser apoyo, aliento y motivación para que otros puedan ser felices. Así era ella, y se llamaba Coby.

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