Francesco Forgione De Nunzio, fraile capuchino conocido como el Padre Pío, nació en Pietrelcina (Benevento, Italia), el 25 de mayo de 1887. Fue un apóstol del confesionario que ejerció su ministerio durante 58 años, dedicado a seres de todas las clases sociales que acudían ante él de todas partes del mundo. Heredero espiritual de San Francisco de Asís, fue el primer sacerdote en llevar impreso sobre su cuerpo las señales de la crucifixión. Sus intercesiones providenciales efectuadas a través de numerosos milagros, siguen siendo para muchos una causa de sanación y renacimiento espiritual.
En su vida hay muchas cosas inexplicables para la ciencia, como la hipertermia (subida de su temperatura corporal hasta los 48 y más grados); la alimentación, con frecuencia, una sola comida al día -cuando la tomaba – y muy escasa para una jornada de 15 y 16 horas de duro trabajo en el confesonario; la bilocación, sin abandonar San Giovanni Rotondo, se le vio en otros lugares de Italia y de América; el conocimiento de la conciencia, muchos afirman que al acercarse a su confesionario, escucharon de sus labios la lista de sus pecados -olvidados por los años- que tenían que manifestar al confesor; el don de profecía, pues en 1959 respondió al saludo que el cardenal Montini le enviaba desde Milán con el comandante Galletti, con este mensaje: “Escúchame atento Galletti. Di a su Excelencia que, cuando muera este Papa, él ha de ser su sucesor”.
En septiembre de 1968, millares de devotos del Padre Pío se reunieron en el Convento de San Giovanni Rotondo para conmemorar juntos el 50° aniversario de la aparición de sus estigmas. Nadie imaginaba entonces que a las 2 y 30 de la madrugada del 23 de septiembre de ese mismo año, sería el final de la vida terrena de este santo hombre, que incluso fue profetizado por él mismo ante varios de sus hermanos religiosos. Ese 22 de septiembre, el fraile guardián del convento le pidió al Padre Pío: “Padre, celebre usted la misa”. Y él, que venía padeciendo desde hace tiempo severos trastornos de salud que casi le impedían caminar, obediente y sin fuerzas, no se sabe cómo, pero lo hizo, ayudado por tres de sus hermanos. De ese modo, celebró su última misa, pero cada paso que daba le producía un ataque de asma. Algunos testigos cuentan que le vieron muy enfermo y con el rostro cansado. “Trató de cantar, pero no pudo. Al terminar, estuvo a punto de desplomarse si el padre Guglielmo no lo hubiera sujetado y ayudado a sentarse en la silla de ruedas donde solían trasladarlo”.
Al retirarse dirigió una piadosa mirada a los fieles y tendiéndoles los brazos como si quisiera abrazarlos, se despidió con un susurro: “¡Hijos míos, queridos hijos míos!”. Algunos fieles que se encontraban cerca se sorprendieron al ver que habían desaparecido las llagas de sus manos, las cuales habían permanecido sangrantes durante medio siglo. Luego, dirigiéndose a sus hermanos capuchinos que lo trasladaban, les dijo: “Dentro de poco ya no tendrán que molestarse para acompañarme a decir misa”. Esa fue su última profecía, ya que esa misma noche fallecería. A las 10 p.m. le preguntó la hora al padre Pellegrino, quien lo cuidaba. Rezó quedamente, con el rosario en la mano, un Ave María y le pidió que se quedase un momento con él. A las 12.20 del 23 de septiembre, le pidió a Pellegrino que lo confesara, aconsejándole que renovara su fe y consagración, y después, con voz lenta y cansada le dijo: “Si el Señor me llama hoy, pídeles perdón —en mi nombre- a mis hermanos del convento y a todos mis hijos espirituales por las molestias que les causé y pídeles una oración por mi alma”.
A la una de la madrugada, Pellegrino se despidió del Padre Pío y, preocupado, se mantuvo despierto en su celda contigua, desde donde oía levemente que el Padre Pío seguía rezando. Al no sentirlo más, se trasladó rápidamente a la celda del Padre Pío y lo encontró respirando dificultosamente. Lo sentó en la silla de ruedas y lo sacó a la terraza desde donde comenzó a gritar que llamaran al médico. Al llegar el galeno, le puso una inyección pero no reaccionó. Sus labios se movían lentamente repitiendo la invocación “Jesús, María… Jesús, María”. A las 2:09 le dieron los santos óleos. A las 2:27 cayó de sus manos el rosario pero él seguía rezando. A las 2:30 de la mañana, con el rostro sereno lleno de paz y el rosario entre sus manos, el Padre Pío entregó su alma a quien ya se la había ofrecido durante toda su vida.
Con la presencia del doctor José Sala, su médico, sus hermanos frailes comprobaron la desaparición de las llagas en su cuerpo. Ni una señal quedaba del calvario padecido. Había llegado el momento de entregarlo a la tierra, para que subiera libre a la eternidad gloriosa. Luego, comenzaron a oírse las campanas. En minutos, la ciudad estaba iluminada y la noticia corría por todo el mundo. Las puertas del convento permanecieron abiertas día y de noche para más de 100.000 fieles que acudieron a San Giovanni Rotondo a verlo por última vez. Sus funerales fueron grandiosos e impresionantes. De este solemne modo se despedía un hombre de oración y sufrimiento. Hoy día, millones de devotos acuden a rendirle homenaje y en interminable cortejo rezan y le piden consuelo, protección y milagros, porque en San Giovanni Rotondo nada ha cambiado. Es como si el Padre Pío siguiese allí porque los milagros siguen ocurriendo. El padre Pío, hoy San Padre Pío, fue beatificado el 2 de mayo de 1999 y canonizado el 16 de junio de 2002 por el Papa Juan Pablo II.