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Las catacumbas del terror

En los anales de lo tenebroso, las catacumbas de Palermo en Sicilia, Italia, ocupan un lugar especial por los 8.000 cadáveres momificados que encierran y por el impacto que producen en quienes se atreven a visitarlas. Antiguamente, las catacumbas eran galerías subterráneas en las que los cristianos enterraban a sus muertos. Las de Palermo son una cueva natural, descubierta debajo del Altar Mayor del Convento de los Capuchinos. Allí reposan cuerpos momificados pertenecientes a frailes capuchinos y lugareños, vestidos con trajes de las épocas de los siglos XVII, XVIII y XIX. El lúgubre lugar, conocido como Las Catacumbas de los Capuchinos de Palermo, guarda en su interior enigmáticos secretos que se llevaron consigo las almas de quienes lo habitan, cuyos cuerpos son mostrados con total crudeza. La historia de estas catacumbas se inicia en 1599 con la muerte del fraile Silvestro de Gubio, considerado casi un santo. Por esta razón, sus hermanos decidieron “colocarlo” en las catacumbas para que fuese objeto de veneración. Tiempo después, descubrieron que sus restos se habían mantenido perfectamente. Tras conocer las condiciones climáticas especiales de la cueva, los capuchinos desarrollaron técnicas de embalsamamiento que les permitían conservar los cuerpos y evitar la putrefacción. De este modo, decidieron trasladar los restos de 40 miembros de la congregación y fueron añadiendo más galerías hasta que, en 1732, alcanzaron un espacio de 300 metros, con cuatro corredores atravesados por un pasillo. En 1637, la Santa Sede les dio permiso para “enterrar” en sus catacumbas a extraños de la Orden. Conocida su existencia y los diferentes métodos para embalsamar, la comunidad comenzó a solicitarles enterramientos y poco a poco la momificación de las personas que morían en Palermo se convirtió en una tradición, al punto que muchos dejaban instrucciones en su testamento respecto a las ropas que lucirían después de muertos. Al permitir enterrar extraños en el convento, se cumplió el deseo de los fieles de descansar en la iglesia, cerca de las reliquias de los santos. Así fueron incorporando cadáveres a la cripta, siendo aceptados a cambio de donaciones a la iglesia y con la condición de que fuesen sus familiares quienes se encargaran del “mantenimiento” de los cuerpos (untarlos con crema, peinarlos, coser sus ropas, entre otros cuidados). En 1920 dejaron de recibir “huéspedes”, debido a que las autoridades prohibieron tal práctica. El último cadáver en ingresar fue el de Rosalía Lombardo, una niña de dos años que murió de neumonía, cuyo cuerpo fue momificado por el doctor Alfredo Solafia en 1920. Fue tal el grado de perfección del procedimiento, que sus restos se mantienen intactos. La pequeña es llamada La bella durmiente, gracias a la placidez que muestra su incorrupto rostro. La dulzura que muestra se atribuye a que murió en paz y relajada, o tal vez al tratamiento al que fue sometido su cadáver mediante inyecciones de compuestos químicos, cuya fórmula se llevó Solafia a la tumba. Con el tiempo, muchos cuerpos han sufrido deformaciones o perdido algunos de sus miembros. En cambio, el perfecto estado de conservación del cuerpo de Rosalía es impresionante. Entre 1866 y 1897, los capuchinos fueron expulsados mediante decreto y las catacumbas quedaron bajo la custodia del Ayuntamiento. Durante ese lapso, los cuerpos, al no ser cuidados, se deterioraron. Esto dio a entender a las autoridades que los frailes los cuidaban permanentemente, por lo que en 1897 permitieron su regreso y ellos comenzaron a restaurar los daños sufridos tanto en las galerías como en los cadáveres. El último monje enterrado fue el Hermano Riccardo de Palermo, muerto en 1871. Hoy día, las catacumbas están abiertas al público. En ellas, las momias están al alcance de la mano del visitante y la muerte se siente en el ambiente. Sus imágenes son escalofriantes. Ver esos cuerpos intactos expuestos en diferentes posiciones y vestidos, resulta tan impactante que los visitantes coinciden en señalar que el sitio es espantoso. Giorgio Caprini, uno de ellos, señala: “El espectral lugar infunde terror y respeto. Desde los primeros escalones, se percibe la humedad y un fuerte olor a moho. Luego, en la penumbra, se ven los esqueletos en fila, en diferentes posiciones y expresiones que a uno le provoca salir corriendo. No volveré nunca más, pues pasé casi un mes con pesadillas, soñando con esas horrorosas figuras”. Aunque resulte paradójico y hasta grotesco, las catacumbas han dado fama mundial a la iglesia del Convento de los Capuchinos de Palermo, por lo que hoy día resultan una atracción turística macabra del lugar que produce, además de miedo, espanto, terror y dividendos.

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