miércoles , abril 24 2024

La Sacra di San Michele

Ricardo Avella — avella.ricardo@gmail.com “Era una hermosa mañana de finales de noviembre. Durante la noche había nevado un poco, pero la fresca capa que cubría el suelo no superaba los tres dedos de espesor. A oscuras, enseguida después de laudes, habíamos oído misa en una aldea del valle. Luego, al despuntar el sol, nos habíamos puesto en camino hacia las montañas. Mientras trepábamos por la abrupta vereda que serpenteaba alrededor del monte, vi la abadía. No me impresionó la muralla que la rodeaba, similar a otras que había visto en todo el mundo cristiano, sino la mole de lo que después supe que era el Edificio” Umberto Eco — El nombre de la rosa

La fama que la precede

Un santuario envuelto en leyendas

En el Valle de Susa, al oeste de Turín, se encuentra la imponente Sacra di San Michele: un antiguo monasterio dramáticamente enclavado en la cima de una montaña. Fue durante siglos un punto de referencia para los peregrinos del mundo cristiano, viajantes de otros tiempos, que atravesaban toda Europa a través de la Via Francigena para conocer las reliquias sagradas. Miles de personas, recorriendo esta mítica vía, pasaron por la Sacra buscando un refugio donde comer un bocado y pasar la noche. De allí retomaban el camino a Roma, para conocer los restos de San Pedro en la colina vaticana; los más atrevidos continuaban el viaje hacia el sur de la península, para zarpar desde el puerto de Bríndisi con destino a Jerusalén, la Tierra Santa.

Son 1.000 los kilómetros que separan la Sacra, símbolo de la región del Piamonte, de otros dos importantes monumentos dedicados al Arcángel Miguel: la famosa abadía sobre el Mont-Saint-Michel, en la Normandía francesa; y el templo de San Michele Arcangelo en Apulia, al sur de Italia. Además, los tres santuarios están perfectamente alineados sobre una recta que, al prolongarse virtualmente, conduce a Jerusalén.

Infinidad de leyendas han girado siempre a su alrededor, y la historia de su fundación no está exenta de tales matices: dicen que un ermitaño construía una iglesia en la cima de una montaña, pero al despertar descubría que las piedras picadas el día anterior habían desaparecido. Una noche fingió dormir, y descubrió que las rocas eran transportadas por un grupo de ángeles a la cima del monte Pirchiriano, del otro lado del valle, al tiempo en que el Arcángel Miguel le indicaba que aquél era el sitio en donde debía realmente edificar la iglesia.

En tiempos medievales también circuló la historia de la bella Alda, una joven muchacha que escapando de un grupo de soldados, se encerró en lo más alto de una de las torres del monasterio; rezó hasta que la cerradura comenzó a ceder y, ya vencida por la desesperación, prefirió lanzarse al vacío. Cuentan que otro grupo de ángeles (¿o eran acaso los mismos?) vino a socorrerla mientras caía, y la bella Alda aterrizó ilesa a los pies de la montaña.

Umberto Eco también se inspiró en la Sacra di San Michele cuando escribió “El nombre de la Rosa”, la famosa novela en la que fray Guillermo de Baskerville y su joven discípulo investigan una serie de crímenes sucedidos en un monasterio benedictino del norte de Italia.

Quizá me atrajo su escenográfica posición, o las historias que ha inspirado a lo largo de los siglos, pero necesitaba visitar aquel lugar. En una ocasión, a mediados de noviembre, un grupo de amigos venezolanos fue a pasar unos días en Turín, y todos comentaron que querían hacer algo “diferente” el fin de semana: visitar algún pueblito pintoresco en las afueras o hacer un paseo en las montañas para conocer la nieve. Era la ocasión perfecta para conocer la Sacra: más pintoresca no podía ser, quedaba en las afueras, y la temporada de esquí había comenzado hacía poco, por lo que asumí que todo el Valle de Susa estaría nevado.

Camino a la abadía

Tras los pasos de fray Guillermo.

Tomamos el tren con destino a Bardonecchia, pero bajamos mucho antes de llegar a la frontera con Francia, allí donde comienza la Val di Susa. Nos habían dicho que el camino a la Sacra iniciaba en Avigliana, una pequeña localidad a los pies del monte Pirchiriano, famosa por sus lagos y su miel de montaña. Eran mediados de noviembre, y el húmedo invierno piamontés ya se hacía sentir en los huesos. No recuerdo si ya habíamos desayunado en la estación, pero en invierno uno siempre está hambriento y come más que de costumbre; tampoco traíamos comida para el camino, y algo debíamos llevar a nuestra pequeña excursión.

Propuse entrar en el primer bar que encontrásemos abierto para aprovisionarnos. Por fortuna conseguimos uno (era domingo), y al entrar descubrimos que estábamos solos: por ningún lado veíamos al dependiente. Nos sentamos y al rato se abrió una puerta de donde salió un hombre alto, con un suéter de lana gruesa como los que usan los leñadores. Se sorprendió al vernos allí en su bar, como si no esperase a nadie tan temprano en la mañana; llegué a pensar que había abierto el negocio para buscar la cartera olvidada el día anterior, pero decidió atendernos de buena gana. Comimos otra brioche (¿o era acaso la primera?), y cada uno pidió un cappuccino y vaso de agua.

El hombre quiso saber a dónde íbamos, y le comentamos que teníamos intenciones de subir a la abadía por la mulattiera: el antiguo camino por el que transitaban las mulas. Al descubrir que éramos latinoamericanos no pudo ocultar su emoción: tres jóvenes venidos de tan lejos consideraban valiosas las viejas piedras de su tierra. Nos dijo orgulloso que la Sacra había sido una potente abadía durante la Edad Media, que Umberto Eco se había inspirado en ella para escribir su famosa novela, que la Unesco la había declarado patrimonio artístico de la humanidad… cosas que sabíamos, pero que adquieren un valor especial cuando se escuchan de boca de un local, de alguien que tiene un vínculo emotivo con su paisaje.

Compramos tres panini de toma y prosciutto, y el hombre nos obsequió a cada uno un gianduiotto: un bombón de chocolate y avellanas de antigua tradición piamontesa. Nos despedimos y emprendimos nuestro camino a la Sacra acompañados de un débil sol invernal. Un agradable silencio nos acompañó durante todo el camino; la nieve estaba fresca, y las únicas huellas visibles eran claramente animales. El bosque era profundo, pero a un cierto punto creí adivinar unas formas que se movían ágilmente entre los troncos: habíamos cruzado con una familia de ciervos, y todos quedamos paralizados en la contemplación del otro. Como en las películas, bastó el sonido de una rama al caer para que escaparan con rapidez, y el bosque se los tragó nuevamente. Seguimos subiendo, con la esperanza de encontrar más ciervos y ningún jabalí, famosos en la Val di Susa.

Sancti Michaelis de Clusa

Monumento símbolo del Piamonte.

El camino se despejó, y a lo lejos vimos la Sacra. Recordé las primeras páginas de “El nombre de la rosa”, que cuentan la llegada de fray Guillermo y el joven Adso al monasterio; también ellos subieron por el sendero de las mulas, la impresión que tuvieron del edificio fue muy parecida a la nuestra, y la descripción de Umberto Eco inmejorable: los muros de la abadía “(…) parecían surgir de las mismas faldas de la montaña, arraigando en ellas y alzándose como un despeñadero. ¡ Quiero decir que en algunas partes, mirando desde abajo, la roca parecía prolongarse hacia el cielo, sin cambio de color ni de materia, y convertirse, a cierta altura, en burche y torreón (obra de gigantes habituados a tratar tanto con la sierra como con el cielo).”

“Por la mole, y por la forma —agrega más adelante Adso de Melk, el novicio que narra la historia en primera persona—, el Edificio era similar a Castel Urbino o a Castel del Monte, que luego vería en el sur de la península italiana, pero por su posición inaccesible era más tremendo que ellos, y capaz de infundir temor al viajero que se fuese acercando poco a poco.”

Es difícil no sentirse intimidado por los murallones oscuros e impenetrables del edificio; muchos lo confunden con una fortaleza militar y nadie puede reprochárselos. Pero es que durante la Edad Media los monasterios fueron importantes centros de poder, por lo que su protección estaba tan justificada como la de cualquier ciudad. La Sacra di San Michele llegó a ser uno de los centros religiosos más potentes de la península, y más de 140 conventos dispersos en Italia, Francia y España llegaron a depender de ella.

El frío se hacía cada vez más intenso en la cima del Pirchiriano, y todavía era de día. Ante nosotros se abría una amplia explanada, verde y con ruinas esparcidas cada tanto, donde alguna vez se cultivaron las verduras que consumían los monjes y las hierbas del boticario. Superamos el portón de hierro y un sinuoso despliegue de escalones excavados en la roca nos dejó sin aliento: estábamos ante la escalinata de los muertos, o lo Scalone dei Morti en italiano, así llamada por las tumbas que se encuentran dispuestas a sus costados. Subimos hasta llegar a la famosa Porta dello Zodiaco, un portal románico decorado con antiguos relieves que figuraban criaturas fantásticas y los signos zodiacales. Todo era sumamente sugestivo.

Desde la Sacra hay una vista privilegiada de la Val di Susa y las colinas del Po, y llegué a pensar que todo lo que veían nuestros ojos le pertenecía a la abadía. Pero esta increíble obra del hombre, construida siglos atrás, forma parte del paisaje y le pertenece también a quienes la miran desde el valle. Es algo que suele suceder con las grandes obras que la memoria colectiva termina por apropiarse. Hoy la Sacra no es un monasterio (o mejor dicho, no es tan sólo un monasterio), porque los piamonteses la han transformado en símbolo de todo lo que es antiguo y venerable en su región.

Revive la experiencia del Impreso On-line

Revisa Tambíen

Guaco presenta ZigZag en plataforma digital

Con más de cinco décadas de éxito sostenido, Guaco sigue siendo sinónimo de movimiento y evolución, es …

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *