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Hemingway, matando y contando

Por Oscar Medina Leal

Hotel Florida, Madrid. Finales de abril de 1937. Ernest Hemingway documenta como reportero lo que sucede en la guerra civil española. En el hotel conoce al corresponsal de un diario muy importante que acaba de llegar a Madrid. Durante su conversación le dice a Hemingway que allí “impera el terror”, que se han descubierto “miles de cadáveres”. Desde luego que no los ha visto. No tiene pruebas. El diálogo lo cita el autor en una nota publicada el 22 de septiembre de 1937. Y se permite incluir lo siguiente: “Ahora bien, este corresponsal era el enviado de un gran periódico por el cual sentía mucho respeto, así que me abstuve de darle un piñazo. Además, si a un tipo como este se le zurra, eso solo sirve para reafirmarle que existe un estado de terror”. Esto es Hemingway siendo lo que sabía ser: él mismo.

Lo leo en un viejo libro editado en Cuba: Un corresponsal llamado Hemingway, una antología de su trabajo periodístico. No son pocas las sorpresas y las lecciones que se encuentran en esas páginas. Y resulta inevitable pensar si algunas de las cosas que publicó entonces lograrían superar el castrante filtro de lo políticamente correcto y sobrevivir a la ira de los defensores de causas y sus mecanismos de presión y protesta.

El 20 de octubre de 1923 el Toronto Star Weekly publicó su primera crónica sobre un asunto hoy espinoso: el toreo. El texto está centrado en la primera corrida a la que asistió en Madrid: “La fiesta de toros, repito, no es un deporte, sino una tragedia que simboliza la lucha entre el hombre y la bestia”.

Más adelante es el propio reportero quien comienza a contar sus aventuras matando animales. Primero truchas, pero ya sabemos que a las truchas —lo mismo que a las sardinas- no las defiende nadie. Luego hace magia describiendo faenas de pesca de altura. Enamorado de la captura de agujas, Hemingway tuvo la fortuna de que una publicación como Esquire le pagara por sus textos de pescador durante buena parte de los años 30. Es posible que en principio sea un tema que no te interese en absoluto, pero su manera de describir la lucha contra esa criatura formidable tiene el poder seductor de la iluminación, de la revelación de lo que no comprendías.

El mejor ejemplo es la crónica En las aguas azules. Se trata de un título poco atractivo, pero veamos si las primeras líneas no te toman por el cuello: “Indudablemente, no hay caza que se iguale con la del hombre, y aquellos que hayan cazado hombres armados durante bastante tiempo y les guste hacerlo, no desearán nada más”.

Hemingway habla aquí con un cazador que le cuenta sobre la gran experiencia de arriesgarse a dar muerte a un elefante disparando de frente al animal: si fallas, te aplasta. Pero en realidad estas páginas son el relato del escritor para explicarle a su amigo la intimidad de la pesca de altura y el placer de atrapar a un pez “del mismo modo en que se doma a un potro salvaje, sin necesidad de matarlo, ni agotarle las fuerzas”. La muerte, claro, viene después.

Y a lo largo de estas crónicas hay más muertes: “Desde unas 30 yardas le disparé un cartucho 30-60 de 220 granos; le quebré el cuello”. Así acabó con una leona en las llanuras del Serengueti. Además de leones, el inventario de esos días de cacería incluye: “dos leopardos grandes; unas magníficas gacelas, búfalos, gamuzas y demás especies de antílopes y un hermoso ejemplar de gacela blanca amarillenta”.

¿Era el gran Hemingway un despreciable asesino de animales? Así lo juzgarían hoy en día, pero por suerte para él y su placer por la aventura, le tocó vivir otros tiempos. Hemingway actuaba bajo las normas de lo que se asumía en sociedad como un deporte. Al león, por ejemplo, había que enfrentarlo de día, bajarse del vehículo que debía —además— alejarse un poco y entonces sí, sentarse en el suelo y estudiar el mejor momento para levantarse y presionar el gatillo: “La única forma de alejar el peligro o disminuirlo, depende de la habilidad que se tenga para disparar, y así es como debe ser”.

En el contexto actual cabría imaginarle publicando estas historias en un blog personal y no en una revista como Esquire. Seguramente se convertiría en víctima de iracundos defensores de animales y le tocaría mirar desde su ventana a algún grupo de jóvenes semidesnudas pintadas de rojo sangre… ¿Ofrecería disculpas al mundo y haría acto de contrición por sus bárbaras acciones? No lo creo…

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