viernes , abril 19 2024

Deja ya de tocar corneta

Estamos rodeados de gente así. Van en la cabina de su automóvil y se sienten aislados del mundo, como si esos centímetros de vidrio y el espacio de la carrocería de verdad los colocaran en un lugar distinto, en alguna posición de privilegio —no importa si el carro es una ostentosa 4×4 o un añoso Dodge Dart- por encima del resto, desechando aquello de que tus derechos terminan donde comienzan los míos.

Ciertamente, si vas bien sentado, con tu aire acondicionado y escuchando buena música, el caos citadino se sobrelleva mejor. De eso no hay duda. Puedes hablar solo, usar el celular a tu riesgo, cantar, alargarte las pestañas y hasta hurgarte la nariz porque crees que nadie te está viendo, que vas rodando en un lugar íntimo. Bien, eso es asunto tuyo.

El problema comienza cuando te atraviesas, cuando te paras donde no debes, cuando le trancas el estacionamiento a otro, cuando estás más pendiente de maquillarte que de conducir, cuando cambias de canal sin mirar quién viene, cuando manejas a velocidad de demente arriesgando la vida de los demás… y también cuando crees que el mundo se moverá sólo porque tú, lleno de furia, estás tocando la corneta como un endemoniado.

Algún test que tabule la inteligencia colectiva — si es que existe eso- debería incluir como parte de su instrumental una herramienta que mida la frecuencia y uso del impulso social a reventarnos haciendo sonar la corneta del carro, y tratar de determinar qué partícula de basura mental nos hace creer que en casi todas las situaciones lo mejor siempre será dar un largo bocinazo: si la cola no avanza, dale; si el otro se medio atraviesa, dale; si quieres que tu novio baje rápido, dale; si ves a una que está bien buena parada en la acera, dale; si quieres que el resto de la humanidad sepa cuán feliz y ebrio andas en la madrugada, dale también.

Quien asume la corneta como una cómoda y estentórea prolongación de sus deseos quizás tenga bloqueado algún conector social: ese que te lleva a tener algo de consideración por el prójimo, la misma que quisieras que tuvieran contigo. Normalmente no se detiene a pensar que su cornetazo no va a impulsar al carro de adelante ni al de más allá a acabar una tranca que no están en posición de resolver. Sucederá lo peor: todos harán sonar sus bocinas y será el ruido lo único que se mueva a alta velocidad entrando por las casas y departamentos vecinos, despertando a la viejita, asustando a los bebés que tardaron tanto en dormirse, alterando el descanso de quien intenta tomarse un respiro, arruinando la música hogareña del otro y acabando con la paz de la cuadra.

Los atorrantes del bocinazo quizás asumen que el techo de sus vehículos es el límite y que hay que desentenderse de todo lo que esté más allá de sus puertas. En esos edificios no debe vivir nadie, dentro de esas casas no hay quien se moleste porque yo, con todo mi derecho, me quede pegado a la corneta a ver si el mundo se mueve tal como yo quiero.

El algunas sociedades que uno ve bastante más allá de Maiquetía, la bocina es una cosa de uso casi excepcional, una molestia sonora que todos parecen querer ahorrarse. ¿Podemos lograr que aquí se asuma una actitud similar? Al menos habría que tratar. Durante la campaña electoral que lo llevó a la alcaldía de Chacao, Emilio Graterón usó unas pancartas circulares con mensajes de convivencia ciudadana. Uno de ellos invitaba a moderar el uso de la corneta del carro abogando por el derecho de todos a vivir sin ese ruido. Se acabó la campaña y no hubo más exhortación. ¿Qué tal si se retoma la idea? ¿Qué tal si todas las alcaldías se anotan? ¿Qué tal si tú, tocador de corneta, te dejas de eso de una buena vez?

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