Se los topa uno irremisiblemente, sea la hora o día que sea, si usuario es del transporte público, busetas atascadas en el tráfico o toda vez que se ingrese a un vagón de Metro.
Súbito una voz al fondo, una letanía gemebunda que da cuenta, por lo poco que se entiende, de un desgarro o urgencia personal o concerniente a un ser amado. Difícil abstraerse de esa interpelación; no termina el relato de un caso más de la intemperie ciudadana, cuando las señoras abren ya su carteras, ya los caballeros hurgan sus bolsillos.
“Hoy por mí, mañana por ti”, la sentencia conmina a todos los pasajeros de la circunstancia, y monedas y billetes caen en la mano suplicante, con las bendiciones de rigor.
“Charleros” los llaman, pero más que charlar, recitan un libreto, un desprendimiento espurio de algún pasaje del gran Víctor Hugo; estos conferencistas dolorosos ponen a cualquiera en un dilema y nociones como caridad, solidaridad, simple compasión o conmiseración, se anudan en la garganta y se cimbran en la conciencia.
Pasa que, con el tiempo, uno, el viajero urbano común y corriente, empieza a frecuentar estos personajes y ahí asalta la pregunta ¿hasta qué punto el “charlero” de ocasión no incurre en una forma fraudulenta de hacerse del presupuesto diario, a cuenta de la misericordia de los otros?
Ahí está otra vez el señor que pide una colaboración para poder regresar a su pueblo en algún confín de la patria. A la tercera o cuarta vez de verlo, con el mismo cuento de estar atrapado en la capital, sin poder volver al terruño, cualquiera se pregunta si el señor será acaso parisino o tal vez la familia lo espere en Alaska.
Nada nuevo bajo el sol. La mendicidad es profesión antigua y, tal como ilustra Naguib Mahfouz en El callejón de los milagros, la industria del menester, al menos en Egipto, da lugar a una diversificación económica en la que aparece por ejemplo un experto en operar las deformaciones o mutilaciones corporales, suerte de anti cirujano, que acrediten al aspirante a pordiosero.
Los “charleros” de Caracas, diría, son más creativos, algunos verdaderos artistas: actúan o cantan. Hay una señora, por ejemplo, que se reivindica a sí misma como pionera del oficio de pedir en los vagones de Metro, como en reclamo de los royalties que se le deben a “la idea original”.
Los cantantes, en cambio, algunos con una pinta a lo Bob Dylan pero muy de medio pelo, su guitarra y armónica, otros, presuntos raperos, siempre enuncian la coletilla tras la actuación: “Señoras y señores, se les agradece, con lo que puedan, esto es cultura”.
¡Vaya, cultura! Ya no hace falta moverse hasta el Museo de Bellas Artes o al Aula Magna a escuchar un concierto sinfónico. Suba a un vagón de Metro y saldrá… culturizado. Y si no quiere, no tiene por qué pagar, los artistas reparten bendiciones sin distingos.
En días recientes subió al vagón que me llevaba un dúo peculiar. Tras la presentación de rigor, se enfrascaron en un contrapunto llanero inspirado en el campeonato Caracas-Magallanes. Eso animó mucho a la gente. Luego, uno de ellos, muy afinadamente, obsequió un pasaje acompañado de arpa. Como bien no los veía entre los pasajeros desde mi puesto, me dije “¡hasta un arpa traen los tipos!”
Pero, no. El que no cantaba llevaba un reproductor de CD portátil: una pista grabada. Saqué un billete de 2 BF y me despedí antes de bajar: “Para el arpista, gracias”.