Este es el primer número de la revista en 2009, así que Feliz Año amigo lector, y mis mejores deseos para usted y todos los suyos.
Hace ya algún tiempo, en esta misma sección, escribí bajo el título “Haciéndose Abuelo”, acerca del significado de esa condición que nos llega como un regalo de la vida y de los hijos, y el grato sabor que produce el darse cuenta de que, inadvertidamente y casi de un día para otro, uno llegó a hacerse abuelo.
Pues bien, encontrándome ahora en pleno ejercicio de ese nuevo oficio, me enfrento a la realidad de que mis nietos, tres de los cuales ya tienen la cédula de “locos bajitos” a los que alude Serrat -y otro en camino-, han ido a parar a Canadá como consecuencia de esa inesperada diáspora de venezolanos que por una u otra razón y circunstancia, han salido a buscar otros horizontes más promisorios; como usted supondrá, allá fui a parar yo con lo que va quedando de esta humanidad después de los 56 años de uso y abuso que le he cargado, debidamente acompañado de mi bruja, con la ilusión de pasar eso que llaman “unas blancas navidades” con los nietos.
Cuando empezaron los preparativos, en casa comentábamos que había que prepararse para el frío y mentalizarse para estar en disposición de lidiar con lo que significa un invierno, lo cual es absolutamente ajeno a esta sabrosura tropical en la que uno nació y ha vivido; pero la ilusión de compartir con los nietos, los hijos y con unos buenos amigos que tienen ya unos años residenciados allá, nos indujo a la falsa idea, muy a lo venezolano, de que “bueno, sí es verdad, hace frío y habrá nieve, pero uno se abriga un poco, y ya.”
Grave error, amigo lector.
Aquí, cuando uno dice que hace frío, lo dice teniendo como referencia el clima y las temperaturas de la Colonia Tovar, Galipán y, como referencia extrema, los páramos merideños, todo lo cual resulta una nadería en comparación con lo que significa el Invierno, así con mayúscula, en esos países del Norte.
Recuerde además que usted tiene que tomar un avión en Maiquetía, a nivel del Mar Caribe y con temperaturas por el orden de los 36°, de modo que por más previsivo que uno quiera ser, resulta incomodísimo y hasta ridículo salir desde aquí embojotado en ropa gruesa y llevando además botas y un abrigo, primero porque te cocinas sin ser pernil, y luego porque corres el riesgo de que algún miembro del colectivo ese que anda por ahí tirando no precisamente piedritas, al verte con semejante indumentaria, te califique inmediatamente de Agente del Imperio, te declare “objetivo” y arremeta en tu contra a paso de vencedores.
Por tanto, lo más que puedes hacer es tomar la previsión de llevar un maletincito de mano, eso que ahora llaman “carry on” porque siempre hay que tener a mano algún vocablo gringo, en el cual te puedas llevar un par de medias gruesas, un par de guantes, una bufanda (una de verdad, no una de esas decorativas que más de un loquito anda luciendo por ahí en estos calorones, porque le pareció chic como se le veía a Will Smith en una revista) y una buena chaqueta o abrigo, equipo con el cual intentará usted más o menos protegerse del primer encuentro cercano con el Sr. Invierno.
Ese primer encuentro se produce cuando abandona el aeropuerto y sale a tomar el taxi que lo llevará a su destino final y lo recibe un ambiente de -7°C, que con el golpe de viento se transforma en -12ºC, sacudiéndolo de tal manera que por primera vez se pregunta íntimamente: “Dios mío, ¿qué hago yo aquí?”.
Sin embargo, consigues el taxi, llegas a la casa y te reciben los nietos con besos, gritos y apurruños, en un ambiente sabrosamente acondicionado por la calefacción a gas, con lo cual te olvidas del Sr. Invierno.
Lo malo es que él no se olvida de usted, sino que con una perseverancia y ensañamiento tales -que pareciera que está peleando por una reelección-, el Sr. Invierno se queda afuera esperándolo a uno, sabiendo que en poco tiempo habría que volver a salir para caer en sus manos. En nuestro caso, se esmeró en hacer sentir su poder y a los cuatro días nos regaló una tormenta que depósito 40 centímetros de nieve y -18°C en toda la provincia.
Eso, para este negro tropical que aquí escribe, de tamaño compacto y descapotado como podrá apreciar en la foto con que el editor identifica esta sección, significa tener nieve hasta la rodilla y la necesidad de protegerse la mollera con un gorrito grueso, además de guantes y todo el trapero en el cual uno queda más envuelto que una hallaca. Por todo esto, uno termina concluyendo que no se tiene el gen necesario para aguantar ese frío y estar paleando nieve para poder salir de su casa.
Claro, la compensación vino dada por el disfrute de la Navidad con los nietos, por el deleite de unos días en un gran país en el que priva la legalidad, el orden, el respeto y una alta cordialidad cívica general. Y además, en nuestro caso, por el muy grato reencuentro con los amigos Thaís y Herminio Cordido, venezolanos radicados allá, con quienes recibimos el Nuevo Año en la cálida hospitalidad de su casa, haciendo una parrilla a carbón (y no a gas como los gringos y los canadienses), asada en el interior de la casa y a través de una puertecita que abríamos y cerrábamos para tener acceso al asador. Desde este, se desprendía un grato aroma que seguro fue la envidia de los vecinos, quienes por otro lado se preguntarían quiénes serían esos locos que estaban haciendo parrilla el 31 de diciembre y en pleno invierno.
En fin, amigo lector, comparto con usted estas vivencias sólo para recordarle que es ahí donde está la verdadera esencia de la vida y que, a pesar de las amarguras que nunca faltan, la esperanza y la amistad siempre encuentran la manera de generarnos un saldo positivo.
De nuevo, mis mejores deseos para todos en este Nuevo Año.